30 abr 2008

José (de un fragmento de “El Evangelio Según Jesucristo” de José Saramago)

Los gustos de José son contradictorios. Ama la holganza y la tranquilidad en la que vive, observa el tiempo susurrando a su lento paso. Pero cuando su trabajo lo atrapa desea que el tiempo se torne veloz, ágil. Esto le sucedió aquel secreto día en el que los carpinteros, reunidos, esperaban al capataz para reanudar sus labores:

— ¡Estoy ciego! —gritó José cuando entraba el encargado—. Ya no podré ver a mi querida Jerusalén… ni a mi hijo, Jesús, que tanto amo.

En seguida el capataz mandó a uno de los carpinteros a revisarle los ojos, pero cuando este tocó a José exclamo: “¡Estoy ciego… me he quedado ciego!”. El capataz, asustado por ser el mal posiblemente contagioso, corrió asustado hacia su vivienda. Fue entonces, cuando José y sus amigos se retiraron, riendo, a descansar.

9 abr 2008

Los zapatos

Estos zapatos son iguales a los tuyos. Corren, saltan, gruñen y patean. Pero cuando no los ves y no los tienes puestos ¿Qué es lo que hacen? Una vez estaba dormido, de repente me desperté y vi con gran sorpresa mi zapato izquierdo sobre la cama, ¡casi llegando a la cabecera! Desde ese día no confío en ellos. Los vigilo, les riño, los espío, los amenazo y a veces cuando me obligan a hacerlo, tomo sus cordones y de ellos los ato a la pata del armario.
Quizá sean malos. ¿Estarán planeando comerse mis pies? ¿Estarán ambicionando avasallar mis manos? Por eso aconsejo tenerlos vigilados. ¿Acaso no se les ve en la cara sus intenciones? Una boca tan grande como el tobillo; cintas de tortura, que paradójicamente nosotros mismos atamos, y un aspecto de total quietud. Son el asesino perfecto. Quizá Nathaniel Hawthorne debió haberlos utilizado en sus cuentos como el más peligroso de los personajes. Por eso, vuelvo a repetirlo, deben estar muy bien vigilados. Algún día me lo agradecerán.

Aviones suicidas

Poco después supe que estaba vivo. Utilicé los mismos materiales, unté cuidadosamente el pegante y enderecé fuertemente el alerón, corté la cartulina en la forma indicada y lo pinté de color negro para que pudiera verse muy bien bajo el cielo. Volaría más alto que ninguno.


Tres intentos fallidos eran suficientes para no intentarlo más; pero mi impaciencia no claudicaba y probé otra vez. Lo tomé del armazón, estiré el caucho con mi brazo izquierdo lentamente, esperé unos segundos esperando mejor viento, lo dispuse en un buen ángulo, relajé mi brazo derecho y haciendo una innecesaria fuerza con todo mi cuerpo lo solté. Alas bien rectas, timón funcionando, planeación segura, y luego… luego luchando contra el viento quiso estrellarse contra una gran muralla. Dando una gran voltereta se desvió y fue a dar contra una pared gris, dejando incrustada en ella su negra nariz. Yo mismo me culpe por el accidente. Después supe que había sido un intento de suicidio. Este era un aeroplano que se negaba a volar.


No pude repararlo, había quedado totalmente descompuesto; el alerón inutilizable, la madera insustituible y ni hablar del timón. Todo había sido un desastre. Y lo peor fue que yo me culpé. Pero no me di por vencido. Tome las tijeras y el pegante, el cartón y la madera, el caucho y la regla. Lo dispuse todo sobre la mesa y en un descuido, en un momento de ausencia, todo se tornó difuso. Al principio creí que las tijeras se habían vuelto locas, que el pegante se había derramado solo, que algo había pasado para que iniciaran una guerra entre ellos. Y fue en ese momento en el que lo vi, entre todos esos objetos como un director de orquesta, siendo despedazado a voluntad. Solo en ese momento supe que estaba vivo.

1 abr 2008

Qué aprendí leyendo a…

Debo ser sincero. En realidad creo no haber aprendido nada de lo que he leído (al menos conscientemente) y temo ser injusto con los autores y sus obras al reclamarles una enseñanza. Podría hablar del temor que me provocó por las cosas “aparentemente” simples, Edgar Allan Poe, pero me quedaría corto. Quizá hablar de “Bartleby” de Melville pueda ser un buen inicio, pero el mal de Bartleby es contagioso y en realidad “preferiría no hacerlo”. Hay tantas y tantas lecturas de las que creo haber aprendido todo y nada a un mismo tiempo que empieza a complicarse aquella pregunta.
Quizá lo que aprendí fue el asombro. Aprendí a asombrarme con las descripciones de Balzac; me asombró la semejanza de los personajes de Dostoievski con los seres marginados que somos, me asombra aún Capote con su “A sangre fría”; Chéjov con su tratamiento de la tensión por medio de las palabras; Kafka con su sufrimiento.

Pero la enseñanza se sustrae de las páginas y de la literatura y va a dar de lleno a las otras artes. Nietzsche me enseñó a disfrutar la música de Wagner, pero también a odiarla; a causa de Eco me apasionan las imágenes y el cine; Saramago me indujo a la pintura, Sábato también; Borges me hizo amante del diccionario y “Bouvard y Pécuchet” me ilustraron sobre las cosas que pueden suceder sin el método para llevarlas a cabo.

Schopenhauer me mostró la duda y me hizo pesimista; Pessoa la originalidad y la nulidad del ser; Stevenson me hizo viajar y me advirtió que “si un hombre se entrega demasiado a la lectura no le quedará tiempo para pensar” Muchas son las lecturas pero poca mi memoria. Lo sé, soy injusto con cada uno de ellos pero todo hace parte de mí. Yo soy todas esas lecturas, yo soy gracias a ellas.