18 may 2009

Premio, luego existo

—No entiendo cómo pueden enjaular en veinte cuartillas una historia que bien cabría en dos o tres. Hasta en un renglón. ¿Cómo pretenden incluir referencias sin importancia, ajenas a la acción original? Es dispersión, peligro.

—Pero aquí dice que son, mínimo, veinte cuartillas. Tendrás que aprender a escribir más. Debes extenderte, explanarte.

Fanny seguía sosteniendo en sus manos las bases del concurso. El premio era el dinero suficiente como para no preocuparse más por las nimiedades del estómago.

— ¿Acaso crees que yo escribo para los concursos? Pues no, yo escribo para y por el arte. Para que me recuerden después de la muerte —decía yo pensando lo contrario. Quería ganar dinero con los concursos; además, como todos saben: premio, luego existo. Y yo no existía en ese momento

—Deja ya eso que esto va en serio —dijo ella—, ponte a trabajar y punto. Son mínimo veinte.

— Qué me crees tú. Conque una sola persona me lea, conque uno sólo valore las horas que me he gastado, el sudor, las enfermedades, la negación de los placeres, yo quedo satisfecho —decía mientras pensaba en lo triste que seria que solo uno me leyera. Soñando en el reconocimiento, en las ovaciones, en la fama.

Mis cuentos no pasaban de tres cuartillas, y eso. Confieso que una vez escribí más de cinco y me aterroricé tanto que arroje el manuscrito al retrete, después de revisar si no era una obra de arte. Cuando un texto se excede más de tres páginas, pienso yo, está lleno de ripios, de parágrafos sin sentido, de desviaciones. Son obras peligrosas que están buscando el ingenio en un bosque de palabras. Pero son esas las obras premiadas, y yo me pregunto: ¿Cómo hicieron mis maestros?, ¿Tendrían las mismas consideraciones furtivas que me aquejan hoy?

Aún así, hago un esfuerzo. Escribo cinco, diez, quince, veinte cuartillas en una tarde. Fanny, orgullosa, compra hígado para la cena. Reconoce mi esfuerzo. Los dos estamos entusiasmados. Ese es el cuento que resolverá nuestros problemas. Por ello, y siguiendo la tradición, se lo doy a leer. Se lo pongo en el regazo y bromeo diciendo:

Madame, tendrá usted el honor de leer el mejor cuento de la historia. Prenderé el fuego de la chimenea para que pueda saborearlo mejor.

Y efectivamente me levanto, pongo la leña y atizo el fuego. Era un bonito cuadro. Mi esposa y yo contentos en nuestra humilde casa, con los estómagos llenos de la comida de un mes y en sus manos la mejor obra jamás escrita.

Las páginas se sucedían unas a otras. Al final, cuando leyó la última cuartilla, dije:

— ¿Y bien?

— Definitivamente —dijo tirando el manuscrito al fuego— no comeremos hígado otra vez.