21 may 2008

Ontario sin amor

Voy a decirlo abiertamente: mi error es confiar demasiado en los demás. De ahí se desprenden todos mis problemas, toda mi tragedia. Siempre fui un hombre bueno, no quise hacerle mal a nadie, pagaba mis impuestos, tenía mi profesión; todo andaba bien hasta el día en que apareció aquella mujer. Esa mujer fue mi perdición. Recuerdo muy bien su cuerpo delgado, su rostro lánguido, sus ojos inescrutables tras unos lentes oscuros y, su sonrisa, su escalofriante sonrisa, sus labios violetas su diente orificado que le daba un aire de majestuosidad.

Sucedió un sábado, aquel protervo sábado cuando la invité a cenar. Al entrar al restaurante tuve muy en cuenta que notara la mesa tan costosa en la que íbamos a sentarnos. No se dio cuenta. ¡Lo peor era que se quejaba de la vista panorámica que tenía el restaurante! Horizonte desde donde se podía disfrutar la compañía de la inmensa luna que sólo se ve aquí en Ontario. No le hice caso a su comentario (gran error) y me dispuse a hacerle mi anuncio: “Sonia… cásate conmigo” Ella saltó de su asiento y me preguntó el por qué de mi petición. Yo le respondí que era porque la amaba. Volvió a sentarse y le pregunté de nuevo, ella me llevó al balcón, que sólo nuestra mesa tenía. Estaba estúpidamente enamorado. Todo lo sabía ella de mí, le había confiado mis pequeños secretos, mis perversiones, mis errores, mis debilidades… Sólo quería besarla y amarla hasta la eternidad y juro que me hubiera lanzado por el balcón si ella me lo hubiese pedido. Lo juro —Pero no lo hizo. Solo me besó y caminado hacia la salida me dijo adiós. Presintiendo, quizá, el tipo de hombre que soy.

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